Cuando yo era pequeño, había dos pegatinas míticas que muchos coches llevaban en la luna de detrás: la de la discoteca Ramsés II y la del Rioleón Safari, una especie de parque de animales feroces que uno recorría en su propio automóvil (corría la leyenda urbana de que un león se había comido a un padre de familia que había salido del coche a hacer una foto mientras su familia lo veía todo desde dentro). Nunca estuve allí –creo que hoy se ha reconvertido en un parque acuático–, pero siempre me pareció un poco cutre, en plan zoo pobretón, de esos en los que los tigres, con costra en las rayas, se pasan el día dando vueltas esquizofrénicos a una jaula de dos metros cuadrados.
Por eso me ha gustado tanto el Parque de la Naturaleza de Cabárceno, en Cantabria, una antigua explotación minera a cielo abierto (quizá de ahí el extraordinario parecido del paisaje con el de Las Médulas, en León, otro paraje mágico) reconvertida en una especie de reserva natural de animales. Aquí las jaulas se convierten en grandes praderas rodeadas de peñas y montículos, donde jirafas, elefantes, bisontes o leones campan a sus anchas sin ninguna sensación de agobio. El parque se recorre en coche, a tu bola, parando en donde quieres; y todo está limpito y bien cuidado, una gozada. Entre mis lugares preferidos: el de los linces (felino elegante donde los haya), el del gorila de llanura (su mirada, totalmente humana, te traspasa) y un pequeño jardín donde una descomunal tortuga centenaria camina sin prisa.
Los osos merecen capítulo aparte. Por supuesto, aunque esté terminantemente prohibido darle de comer, siempre hay alguno tirándoles cacahuetes y frutos secos. Lo más increíble es que los plantígrados se ponen de pie y hacen cucamonas (como la de la foto de aquí abajo) para conseguir más comida. Por un momento, me acordé del oso Yogui, de Bubu y de cómo robaban emparedados en las cestas de los excursionistas (fotos: D. Entrialgo).
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